Impulsadas por la generación punk y bajo el nombre de squatters, innovaron la protesta con un abanico de prácticas tan rupturistas y performativas, tan alejadas de la realidad social y política, que construyeron un microcosmos que rompió con los procesos movilizadores anteriores. Con un marcado carácter libertario, con la actitud descarada e irreverente de aquella primera generación punk, con una práctica asamblearia y horizontal en la autoorganización y en la creencia en la legitimidad de la autodefensa y la acción directa, aquella generación zarandeó todo el universo de valores de una ciudad ahogada por la especulación. Okupar era hacer política. Era construir utopías y creer en revoluciones. Eran los años ’90; el establishment político, social y mediático pasó de la primera fase de simpatías a las acusaciones de terrorismo de baja intensidad. No era solamente la sagrada propiedad privada la que estaba en juego, era el miedo a la organización; la organización de un segmento de la población, joven, insurreccional e incorruptible.